Anabasis Project

Capítulo I. Camino al Valhalla

Capítulo I.

Un cálido hogar, un corazón frío

El fuego crepitaba sonoramente en la chimenea, al mismo ritmo que la chisporroteante carne de ciervo que mi madre cocinaba para la cena. En el ambiente flotaban buena música y agradables conversaciones; las risas brotaban de los vientres como una enorme tempestad, causadas por chistes que solo los mayores podían comprender. Los niños correteaban por el enorme salón, unos fingiendo ser un oso y otros siendo perseguidos por el mismo, animando aún más la situación y sacando algunas risas a los adultos.

Los mayores estaban sentados en torno a la hoguera, donde se asaba el enorme ciervo que había sido cazado el día anterior. Las sombras de todos se proyectaban al fondo del salón, como umbríos centinelas que nos guardaban desde la oscuridad. El tío Magnus narraba una de sus viejas historias de batalla; siempre nos alegraba escuchar cómo había escapado de la muerte de alguna forma absurda, pero empezaba a aburrirme escuchar siempre las mismas historias.

Las leyendas sobre mi padre Ulfrick y su hermano Magnus se contaban a lo largo de todo nuestro territorio. Guerreros y clanes enteros les rendían homenaje por haber conseguido la paz entre las diferentes facciones que pueblan estas tierras, pero para alguien como yo, que debe enfrentar una vida bajo la sombra de gigantes, no resulta nada divertido. Mis logros son empequeñecidos, mis avances parecen pobres cuando se comparan con los de ellos. Resulta frustrante que, además, todo el tiempo estén contando una y otra vez aquellas historias frente a mí, sobre todo porque hoy es mi cumpleaños.

—Ahí estaba yo, a merced del inmenso guerrero que había logrado tumbarme. El muy hijueputa me había arrojado tierra a los ojos y había conseguido darme una patada baja que me hizo caer al suelo. Sin lugar a dudas, el tipo no peleaba limpio, y aun así yo era el que estaba a punto de morir. Cuando conseguí limpiarme los ojos, el tipo ya tenía el hacha levantada sobre su cabeza, listo para darme el golpe de gracia. Justo en el momento en que se preparaba para asestar el golpe, una enorme mierda de ave le cayó justo en los ojos, cegándolo momentáneamente. El tipo se puso a aullar como loco y descargó un golpe con el hacha que cayó a unos escasos centímetros de mi cabeza; eso me dio tiempo para empuñar mi cuchillo y rajarle la garganta —narraba mi tío con sorna, haciendo gestos y señas para una historia que había contado unas noches atrás.

El grupo de adultos estalló en carcajadas; a pesar de la historia repetida, todos se deleitaban con las tonterías del viejo tío Magnus, quien le sacaba diez años a mi padre y debía rondar los cincuenta y tantos. En mi rostro solo podía verse una mueca de aburrimiento (y algo de envidia). Realmente quería embarcarme en una aventura; ansiaba poder presumir de mis historias disparatadas a las otras personas. El reconocimiento brindado por los demás muchas veces es más importante de lo que creemos; no importa cuánto afirmemos que no nos importan las opiniones ajenas, siempre hay una aguja que se entierra en el corazón cuando escuchamos algo que nos hiere.

Yo era el único amargado de la fiesta. Era mi cumpleaños número catorce; me había convertido en un joven alto e inteligente, pero seguía siendo subestimado por los mayores. Me encontraba en una edad en la que ya no podía jugar con los niños a causa del orgullo, pero tampoco era lo suficientemente mayor para meter las narices en el grupo de los adultos. Esto me aislaba y me dejaba en una situación donde tenía pocos amigos y pocos temas de conversación que compartir con alguien. Mis pensamientos siempre me llevaban a la batalla, donde utilizaba una espada para derrotar a todos mis enemigos de un solo golpe, lanzando tajos que vencían a decenas de adversarios, y mi rugido de guerra inspiraba terror en los guerreros más valientes.

—Ragnar, el ciervo se enfría —llamó mi madre desde el otro lado de la mesa.

La llamada de mi madre me sacó de mis ensoñaciones. Miré a mi alrededor y, aunque nadie me veía, sentí vergüenza por mis pensamientos infantiles. A pesar de ello, seguí tallando un pequeño cuchillo de madera, una simple decoración que pensaba colocar en algún buen lugar. Como todo joven, se me había entrenado en el arte de las armas, habiendo aprendido a luchar principalmente con hacha y escudo. Esto me había granjeado un respeto considerable entre los niños, pero mi habilidad todavía era promedio; no destacaba ni desentonaba frente a nadie. Aun así, seguía entrenando arduamente por el mero gusto de mejorar. Encontraba cierta belleza en la confección de armas; mi cuchillo de madera era burdo y pequeño, pero el hecho de haberlo realizado me llenaba de un pequeño orgullo. Soñaba con forjar mis propias armas algún día, auténticas bellezas que me llevaran a la victoria. Mis sueños volvieron a ser interrumpidos por mi madre, quien se impacientaba por mi falta de atención.

Mi madre, Brunilda, era una mujer alegre y responsable, pero su afición por el control muchas veces la llevaba a tener roces con personas más despreocupadas, como su propio marido y conmigo. Realmente encontraba molesta esa actitud controladora, ya que mi mente solía vagar libre por las tierras de mi imaginación, lo que irritaba a mi madre, quien deseaba que viviera más en la realidad.

—Oye, pequeño herrero, tu comida se enfría. Cómetela ya o la arrojaré a la nieve —amenazó mi madre, señalándome con un cucharón.

Lancé un bufido, pero me acerqué a mi cuenco y comencé a devorar el ciervo. Ciertamente era una buena pieza; lo encontramos mientras cruzábamos el bosque y fue muy difícil traerlo hasta la casa, pero valió la pena.

Mi padre, Ulfrick, decía que cuando nos alimentamos de un ser vivo, absorbemos su energía vital, asimilamos su poder. Siempre he imaginado cómo el aura de mi alma se incrementa poco a poco cada vez que me alimento; esta vez no fue la excepción. Empecé a sentir cómo me llenaba de energía y deseaba salir a entrenar, a pesar de la nieve y el frío; mi alma anhelaba luchar.

Para mí, luchar era la máxima expresión de la existencia. Uno puede sentirse plenamente vivo solo cuando se encuentra entrenando o luchando; el corazón late a una velocidad que de ninguna otra forma se puede experimentar, los reflejos se agudizan hasta niveles insospechados, la sangre arde como el infierno y el alma se enciende en llamas. Es una de las sensaciones más emocionantes que he conocido. Aun así, mi padre considera que no es suficiente sentirse motivado; es necesario contener ese espíritu con un cuerpo capaz de empuñar tanto poder.

Justo en ese momento, un pensamiento pasó por mi mente: alguien me estaba observando. Miré a mi alrededor buscando la fuente de tal sensación, hasta que me topé con la mirada de un hombre desgarbado, con una barba descuidada y ropas bastante desgastadas. Era el viejo Siggurd; fue un gran guerrero antaño, pero el abuso de los hongos lo había vuelto loco, según los adultos, hasta el punto de que siempre parecía estar aislado. A pesar de ello, siempre era fuente de buen consejo cuando estaba en sus cabales. El viejo, sin romper el contacto visual, me instó a acercarme a él con un gesto de su mano.

Contemplé a mi alrededor, consciente de que la fiesta me parecía mortalmente aburrida. Sabiendo que probablemente ir con el anciano sería lo más divertido que podría hacer en ese momento, terminé rápidamente lo que quedaba de ciervo y me acerqué a él. Podías oler el aroma de las hierbas en cuanto te acercabas; parecía ser una característica frecuente suya. Ignorando mis prejuicios, comencé a charlar con él.

—¿En qué puedo ayudarle, viejo Siggurd? —pregunté directamente, sin contemplaciones.

—Oye niño, he visto lo que has hecho con tu aura, ¿quién te enseñó a hacer eso? —me preguntó, aún mirándome a los ojos con una mirada inquisitiva.

No podía ser verdad; el asunto del alma era algo que mi padre mencionaba para representar el valor, nunca había escuchado que nadie pudiera percibir estas cosas, pero no podía ser coincidencia que justo cuando devoré el ciervo, este hombre percibiera mis acciones.

—¿De qué está hablando? Yo no he hecho nada, solo estaba comiendo ciervo —respondí con soltura, a pesar de la mentira.

El hombre siguió mirándome, sin pestañear; podía sentir cómo escudriñaba en mi alma. Sabía que yo mentía, lo dejaba claro sin decir una palabra. Dio una larga calada a su pipa y me respondió:

—Las personas que pueden manipular su alma son candidatas perfectas para obtener el tesoro divino de los cielos, un arma que puede rivalizar con la voluntad de los dioses y sus planes. ¿Realmente me estás diciendo que no te interesa saber más sobre tu capacidad? —dijo Siggurd, confiado en su respuesta.

Miré mis manos; sus palabras habían dado en el clavo. No puedes decirle a un joven que puede aspirar a más sin esperar que intente descubrir cómo. Después de pensarlo por unos momentos y de mirar a mi alrededor, me di cuenta de que la fiesta no tenía nada para mí; sus temas me aburrían enormemente y no me servían de nada. Al final solo pude responder:

—Guíeme, por favor.

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