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Capítulo II. Un muro tallado en roca

Capítulo II

Un muro tallado en roca

Abrimos la puerta del salón, lo que lanzó contra nosotros un aire frío capaz de robar el aliento. A pesar de ello, podía ver claramente que mi destino se encontraba allá afuera, lejos de cualquier calidez, lejos de cualquier comodidad. El viejo Siggurd me siguió y se adelantó rápidamente para marcar el camino. Por supuesto, yo sabía a dónde nos dirigíamos; ya había escuchado aquellas historias del tesoro divino, un objeto que era capaz de enfrentar los designios de los dioses. Este se encontraba supuestamente detrás del muro Sul, un monumento tan antiguo como la propia tierra en la que habitamos. Según la leyenda, no puede ser destruido por ninguna herramienta o arma humana; únicamente puede romperse con las manos desnudas, pero eso, al final de cuentas, es una locura.

A pesar de la tormenta de nieve, el viejo Siggurd avanzaba sin titubear. El tipo no parecía verse afectado por el viento helado; ahora que prestaba atención, parecía como si la tempestad ni siquiera lo tocara. No había rastros de frío o temblores en su cuerpo; él simplemente seguía avanzando. Yo podía sentir cómo mi cuerpo empezaba a entumecerse poco a poco.

Al moverse, no quedaban rastros de aquel viejo desgarbado y acabado; frente a mí avanzaba un hombre que había conquistado la tempestad, sin titubeos, sin miedos, pura fuerza de voluntad. La edad ya no demostraba ser un impedimento para él; parecía otra persona, mucho más joven, mucho más viva.

Nos adentramos en el bosque, los árboles ya nos rodeaban completamente, encerrándonos hasta que la visión se redujo a nada. No había sonidos más allá de la tormenta, todos los animales se habían refugiado; nosotros éramos los únicos locos que se aventuraban entre la nieve. En unos cuantos minutos ya nos encontrábamos frente al muro Sul. Se trataba más bien de una colina donde se había labrado un muro en una de sus faldas. El muro era totalmente liso, algo sumamente extraño debido a que los humanos nunca habíamos elaborado algo de tanta calidad. Se habían grabado en él muchas runas y dibujos hechos con cristales rojos como la sangre, runas que incluso hoy pocas personas podían leer. Me di cuenta de un gran detalle: a pesar de la poca iluminación que nos brindaban nuestras antorchas, los cristales refulgían como si pequeños soles se encontraran dentro de ellos.

—Niño, los cristales reconocen tu valor, nunca había visto que hicieran eso. Siempre habían sido unos viles cristales, pero ahora brillan para el señor que podrá conquistarlos —me dijo Siggurd, parecía totalmente seguro de sus palabras.

—¿Quiere decir que soy alguna clase de elegido o algo por el estilo? —pregunté dubitativamente.

—No existen tales cosas como los elegidos, sólo los idiotas creen en esas cosas, brillan para las personas que potencialmente pueden obtener aquello que desean. ¿Tú deseas el tesoro divino? —preguntó el viejo.

En mi imaginación ocurrieron mil y una situaciones en las que aparecía yo con una espada legendaria enfrentando a mis enemigos, lanzando rayos o causando temblores que diezmaran ejércitos y reformaran la tierra.

—Por supuesto, ¿qué es lo que debo hacer? —pregunté sin pensarlo más.

El viejo se dirigió a un costado del muro, extrajo de la nieve unos extraños guantes hechos de metal. Parecían diseñados para destruir el muro, pero si nadie había destruido nunca la roca, probablemente era algo mucho más difícil de lo que aparentaba.

—Ponte los guantes del Einherjar, fueron forjados para destruir este muro, chico; pruébatelos a ver cómo te sientan.

Cuando me dio el primer guante, que él movía con total ligereza, mis manos rápidamente cayeron al suelo a causa del peso. No me esperaba eso, pero no era imposible levantarlos, aunque no podría golpear con ellos aquel muro.

—Son demasiado pesados para mí, no podré golpear el muro con ellos —sentencié después de probarme uno.

—Por supuesto que no podrías, tu cuerpo es muy débil para ello. Solo quería que entendieras a qué te enfrentas. Si comienzas ahora con esta prueba, no hay marcha atrás; los dioses verán con malos ojos que juegues con la leyenda —me explicó el viejo, con un semblante serio.

A pesar de sus advertencias, no existía ninguna duda en mi corazón; realmente deseaba ser aquel que rompiera el muro, no le tenía miedo al dolor o al esfuerzo. Después de todo, era algo que mi cuerpo ya anhelaba incluso antes de llegar ante el muro.

—No se preocupe, viejo Siggurd, obtendré la fuerza para empuñar estos guantes —afirmé sin dudas en mi voz.

Después de aquellas palabras, el viejo Siggurd y yo volvimos a la fiesta. Conversamos un poco más y nos despedimos cuando todo terminó. Nadie se dio cuenta de nuestra ausencia, ya que estaban muy entretenidos o muy borrachos para percatarse de ello.

Pasaron los días hasta que el viejo Siggurd se encontró de nuevo conmigo. El día era lo suficientemente cálido como para salir a entrenar, así que comenzamos con mi preparación. Siggurd me asignó varios ejercicios para fortalecerme, desde los habituales como las flexiones, las sentadillas o las abdominales, hasta tareas más pesadas como llevar carretillas llenas de rocas de un lugar a otro. Cada día que pasaba era un suplicio; los músculos quemaban como nunca antes lo habían hecho. Mis entrenamientos con armas eran mucho menos exigentes, por lo que no estaba acostumbrado a ese nivel de esfuerzo. Terminé vomitando en varias ocasiones y desmayándome en muchas otras, pero mi cuerpo poco a poco fue fortaleciéndose. Los músculos que antes se esforzaban por seguir el ritmo eventualmente podían enfrentarse sin problemas a la fatiga y al dolor. Mis pulmones soportaban más tiempo de entrenamiento, mis piernas cargaban más peso y mis brazos empuñaban mejor los guantes, los cuales tuve que cargar en varios ejercicios para acostumbrarme a su peso.

Comencé a entrenarme en combate con Siggurd; el hombre combatía como una bestia, sus ataques eran feroces e inclementes. Nunca llegaba a lanzar golpes mortales, pero los cardenales poblaban mi cuerpo cada día más; mis huesos se rompieron y se reforjaron una y otra vez. Cada fragmento de debilidad que mi cuerpo pudiera albergar fue limado y destruido, cada músculo blando se convirtió en sólido hierro que soportaba los golpes cada vez mejor. Combatimos una y otra vez hasta que un día, Siggurd concluyó aquellos combates; no quiso decirlo, pero parecía que ya me había llevado hasta mi límite, así que seguimos fortaleciéndome de otras formas.

No solo mi cuerpo evolucionó, Siggurd me instruyó en otras artes. Para mi sorpresa, era un hombre muy sabio; sabía mucho sobre las plantas y animales de estas tierras. Me habló acerca de otros tipos de personas, personas que tenían sus propias costumbres y lenguajes, como los francos, con quienes Siggurd se había topado en el pasado.

Pasaron dos años hasta que me volví un joven disciplinado y fortalecido hasta niveles insospechados. Donde antes había una pequeña barriga llena de ciervo, ahora había unos músculos definidos, forjados en hierro y fuego. Había comenzado a ejercitarme con un ejercicio llamado sombra, donde me imaginaba a un enemigo frente a mí y lanzaba puñetazos. Al principio lo hice con las manos desnudas, pero después comencé a usar los guantes, lo cual costaba a pesar de mi duro entrenamiento. Poco a poco me acostumbré a su peso y pude dominar el combate con los guantes al cabo de algunos meses.

—Muy bien, muchacho, físicamente eres un buen guerrero ahora, pero necesitas experiencia y sabiduría para destruir el muro Sul. No basta con ser fuerte, necesitas un espíritu que pueda llevar tus músculos al máximo nivel.

Recordé las palabras de mi padre, que mencionaba lo contrario, pero estaba de acuerdo con ambos; era necesario fortalecer mente, cuerpo y espíritu para ser la mejor versión de nosotros mismos.

—¿Estás listo para la prueba de tu padre? —me preguntó bastante serio Siggurd.

Cuando un guerrero se consideraba preparado para comenzar a participar en los saqueos, debía enfrentarse al líder del clan para demostrar su valía. Aquí no servía que mi padre fuese el líder del clan; era necesario darle pelea para poder ganar el desafío.

—Vayamos con mi padre.

Mi padre al principio se burló de mí, ya que solo tenía 16 años. Normalmente los jóvenes guerreros comenzaban a participar en los desafíos a los 18 años, pero al ver mi semblante serio y al ser apoyado por Siggurd, mi padre no tuvo más opción que aceptar, ya que era un insulto para los guerreros ser subestimados.

El combate ritual se preparó de acuerdo a las normas y tradiciones del clan. Se marcó en la tierra un enorme círculo delimitado por fuego; si el desafiante salía del círculo o aceptaba la derrota, el combate terminaba y era rechazado, por lo que tendría que hacer la prueba hasta el próximo año. No había llegado tan lejos como para fallar ahora. Siggurd me había dado su vieja espada y escudo; la espada era de buen hierro y se había mantenido afilada a pesar de los años de retiro. El escudo se encontraba en buen estado, la madera no se había podrido y aún era visible el símbolo de un cuervo en su superficie, el signo personal de Siggurd.

—Ese escudo es un monumento a mi fracaso, pero espero que tú seas capaz de redimirlo. Quiero que seas consciente de algo: las armas no matan a los hombres, los hombres matan a los hombres. Nunca dejes que el arma te guíe, tú guíala a ella; no solo sirven para matar —me dijo Siggurd, con un lamento en su mirada que no supe descifrar.

Antes de que pudiera preguntar a qué se refería, el viejo me hizo callar y me dio su bendición, sabiendo que este era un desafío formidable a pesar de mis dos años de entrenamiento. Mi padre era el guerrero más poderoso del clan; ya ni siquiera llevaba la cuenta de los guerreros que había asesinado, lo consideraba poco práctico, según sus propias palabras.

Mi padre se había preparado con su equipamiento para saqueos. Tenía su traje de pieles completo y una bella espada adornada con runas en la hoja y un oso labrado en el pomo. Ya no tenía aquella apariencia de borracho, era un monstruo; y yo tenía que enfrentarlo. Se paró en el centro del campo de combate, rodeado por el fuego y con los cánticos de los guerreros a su alrededor, se veía imponente.

Todos los guerreros guardaron silencio cuando mi padre levantó la mano, momento en que todos comenzaron a observarme. Me alejé de Siggurd y abandoné mi camisa y pieles en el suelo. El mayor factor a mi favor que tenía era mi velocidad, así que decidí pelear sin protección alguna, a pesar de que eso conllevaría que los golpes impactaran directamente en mi piel.

Los guerreros contemplaron pasmados el cuerpo que había esculpido en los dos años que habían pasado desde la fiesta. Yo no era un pequeño ciervo al que mi padre cazaría; los músculos eran visibles en todo mi torso y espalda, brillaban por el sudor ante el fuego, dando una apariencia diabólica.

Mi padre soltó un silbido al aire, consciente de que yo representaba una amenaza. Él mismo abandonó sus ropajes en el suelo, mostrando su poderoso cuerpo, lo cual asombró aún más al público. Se había curtido en cientos de batallas; su piel no estaba impoluta como la mía, estaba llena de cicatrices de batalla, incluso se podía apreciar la mordedura de un oso en uno de sus brazos.

—Muy bien, Ragni, ¿estás listo? —lanzó mi padre, mofándose incluso en esta situación.

Él lo sabía, sabía que ese nombrecito siempre me había molestado; era un símbolo de menosprecio, una representación de todo aquello que yo no era. Una furia negra se empezaba a formar en mi estómago, mis puños se apretaron en una férrea tenaza, totalmente listos para el combate.

—Comencemos con esto, anciano.

Nota del autor: Los Einherjar eran los guerreros mas valientes y fuertes de la humanidad según la mitología nórdica.

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