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Capítulo IV. Ojos sin luz

Capítulo IV

Ojos sin luz

El entrenamiento físico al que me había sometido Siggurd había concluido; de momento, ya no hacía falta refinar más mi cuerpo, pero mi mente y mi espíritu aún distaban mucho de estar preparados para enfrentar el muro Sul. Siggurd lo sabía, y en cuanto me recuperé de la paliza impuesta por mi padre, se me asignó una nueva misión, un nuevo camino que me permitiría seguir avanzando en mi meta de destruir el muro Sul y reclamar el poder de los dioses. Siggurd no era tonto; sabía que yo recorrería un sendero peligroso, el cual ya había devorado a muchos guerreros en el pasado, incluso antes de que el propio Siggurd naciera y antes de que su padre naciera también, pero debía hacerse si yo esperaba triunfar allá donde otros no habían sido lo suficientemente poderosos.

Siggurd sabía cuál era el siguiente paso: al haber fortalecido mi cuerpo, había abierto la primera puerta de mi potencial; ahora le tocaba a la mente, la cual era una de las más difíciles de dominar. Había un maestro mucho mejor que él, un hombre enigmático que vivía en las montañas, un viejo amigo del propio Siggurd con el cual había mantenido contacto a través de sus visitas. Según Siggurd, el extraño viejo se mantenía con buena salud a pesar de ser un ermitaño, pero no cuestionaba sus métodos, solo sus resultados; los cuales eran extraordinarios, a decir verdad.

Realizaríamos un viaje que nos tomaría dos meses aproximadamente. Mis padres habían mostrado objeciones, pero no eran gente estúpida; sabían que el muchacho había mejorado mucho bajo el ala protectora de Siggurd y confiaban lo suficiente en él para permitirme acompañarlo, lo cual facilitó bastante las cosas. Una vez preparado todo, partimos hacia la naturaleza, hacia climas más húmedos y lluviosos, llegando casi al borde sur de la península. En las costas se encontraba la vieja cabaña de su amigo Katsumoto, un hombre proveniente de otras tierras y guiado por otros dioses. Siggurd le había enseñado su idioma cuando lo encontró en la costa, considerablemente herido y enfadado porque su barca había encallado.

Cuando el pobre hombre le contó su historia después de años intercambiando saberes, Siggurd se compadeció de él. Fue un guerrero reconocido en su tierra; en su pueblo lo conocían como samurái, un término que el propio Katsumoto mostraba con mucho respeto y anhelo. Sin embargo, su pueblo fue atacado por unos guerreros desconocidos y el hombre fue tomado prisionero como muestra de burla. Fue llevado en barco, alejándolo de los cadáveres de su familia y amigos a los cuales había jurado defender, hasta que el barco que lo transportaba terminó por colisionar con unas rocas en una bahía poco profunda de las tierras de Siggurd.

A pesar de que los enemigos de Katsumoto hablaban el mismo idioma que Siggurd, Katsumoto no era imbécil; no encontró intenciones asesinas en el guerrero vikingo, por lo que aceptó su ayuda y hospitalidad. Siggurd se quedó con él hasta que pudo valerse por sí mismo en las tierras que ahora se encontraban frente a él.

Según Siggurd, la última vez que vio a Katsumoto fue hace dos años, momento en el cual el viejo guerrero mostraba signos de estar perdiendo la visión, pero eso no hacía mella en el antiguo guerrero; misteriosamente, este conseguía localizar todo cuanto necesitaba, cosa que intrigaba y fascinaba a Siggurd.

—Ven, niño, hemos llegado —señaló Siggurd, quien miraba con una sonrisa la vieja cabaña que se encontraba en la orilla del mar.

Nos acercamos sin contemplaciones; incluso el propio Siggurd lanzó un grito saludando al viejo, pero no lo encontramos en casa, lo cual no asombró al maestro, pero sí al discípulo.

—¿Qué podría estar haciendo un viejo como Katsumoto, si no es descansando sus articulaciones y frotándose un mejunje para el dolor? —pregunté, un poco confundido por la ausencia del misterioso personaje.

Siggurd, quien normalmente se mostraba serio y sin emociones, frunció el entrecejo y me abofeteó; esto me hizo retractarme y mostrar culpa.

—Compórtate con respeto, muchacho, no se llega a la cima siendo un imbécil con las personas que son superiores a ti. Ese hombre podría despacharte sin problemas incluso en su estado actual; además de eso, es mi amigo. No vuelvas a referirte a él de esa manera, no merece más que respeto por tu parte, el mismo que sientes por mí.

Me disculpé y masajeé mi mejilla adolorida, que seguía doliendo por el golpe de mi padre, el cual me parecía lejano y antiguo.

Mi maestro siguió avanzando y yo lo seguí. El bosque tenía un sendero que el propio Siggurd conocía bastante bien; llevaba a una cascada escondida entre los árboles y las rocas llenas de líquenes. Cuando escuchamos el resonar del agua, Siggurd sabía que ahí encontraríamos a Katsumoto. La cascada quedó a la vista rápidamente y la visión de un hombre soportando todo el peso del agua cayendo me sorprendió, mas no a Siggurd, quien conocía bien la fortaleza de su viejo amigo. A pesar del potente sonido del agua, el viejo samurái giró su cabeza en la dirección donde nos encontrábamos los recién llegados. Esto me perturbó bastante, ya que el hombre tenía los ojos cerrados; era imposible que pudiera percibir nuestra presencia.

El hombre compuso una sonrisa y nos invitó a acercarnos, momento en el cual se levantó como si nada y recogió una vieja vestimenta proveniente de su tierra, la cual llamaba kimono. Antes de que se vistiera, pude apreciar el cuerpo de aquel hombre, que, a pesar de su vejez, se encontraba bien definido y rezumaba fuerza y poder, lo cual me asombró aún más. No pude sino sentirme bastante más avergonzado por mis palabras anteriores.

Tenía un color de piel blanca llena de cicatrices, una barba desgarbada y un bigote bastante curioso, pero no por eso tenía apariencia de vagabundo; parecía más bien alguien muy sabio. Su voz era profunda, muy profunda, lo que le confería cierta autoridad y poder.

Sus ojos, en otro tiempo cafés, ahora habían perdido el brillo y estaban cubiertos por una capa blanquecina que denotaba su ceguera.

El hombre nos guió de regreso a la cabaña, esquivando cada tronco y cada piedra con una maestría que habría asombrado al más escéptico. Me moría de curiosidad ante tamaño misterio; deseaba hacer mil y una preguntas que ya habían surgido en mi mente, pero había una que se destacaba por encima de todas: ¿Qué va a enseñarme?

—Katsumoto, viejo amigo; te conservas muy bien, me alegra mucho verte de nuevo, ¿cómo ha ido todo? —preguntó Siggurd, quien seguía mostrando su sonrisa poco usual.

—Poco a poco comienzo a sentir mi edad, Siggurd-donno; los inviernos me parecen cada vez más fríos y los días menos largos, pero sigo firme. Cuando la muerte finalmente venga a reclamarme, no encontrará remordimientos en mi corazón ni temor en mi rostro, solo la paz que he forjado.

Los dos amigos charlaron por horas, contándose las nuevas noticias y hablando de viejas aventuras, pero al final Siggurd tocó el tema principal: mi enseñanza bajo la tutela de Katsumoto. Siggurd le explicó que yo me encontraba en el sendero para destruir el muro Sul, lo cual emocionó al viejo samurái. El vikingo ya le había mencionado la leyenda de dicho muro a Katsumoto, quien había visitado el lugar una vez y había comprobado la indestructibilidad de la piedra de primera mano.

Katsumoto podía percibirlo todo a pesar de su ceguera, incluyendo el estado actual de mi cuerpo; identificó rápidamente que tocaba fortalecer la mente y afilarla hasta donde fuese posible.

Esa noche cenamos pescado que el propio Katsumoto había conseguido de un río cercano. Observé el momento en el cual el hombre cazaba los peces con una lanza; seguía sin entender cómo podía lograrlo, pero suponía que no faltaba mucho para que recibiera todas sus respuestas.

Siggurd me ofreció un cuenco, del cual solo yo bebí, ya que los otros dos se afanaban con un odre de vino. Siguieron charlando hasta que el mundo que me rodeaba comenzó a apagarse. Antes de desmayarme por completo, pude escuchar a Siggurd decir: —No te quites la venda de los ojos. Todo quedó en tinieblas.

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