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Capítulo III. A través de la sangre y el fuego

Capítulo III

A través de la sangre y el fuego

Entré en la arena de combate; las llamas lamían la superficie de todo mi cuerpo, aunque sin causarme daño alguno. Dos guerreros se encontraban frente a frente: un veterano que se había forjado a través de la sangre y el fuego, y otro que apenas iba a experimentar su propio crisol, el momento en que el hierro se endurece o se rompe. Nos acercamos poco a poco, evaluando la mejor manera de comenzar el combate. Mi padre inició con un contundente golpe de espada horizontal destinado a hacerme perder el equilibrio. El golpe impactó en mi escudo, lanzándome dos metros hacia atrás. Ni siquiera con mis músculos reforzados por el ejercicio fui capaz de absorber el impacto. Salí volando y caí de espaldas a unos escasos metros del fuego. Los guerreros de mi padre gritaron enardecidos por la violencia del golpe; nadie esperaba que mi padre se tomara esto en serio. Pensaban que se trataba del vano intento de un niño por demostrar que ya era un adulto. Sin embargo, mi padre me trataba como a cualquier otro adversario.

Conseguí levantarme a pesar de la falta de aire; el violento impacto había vaciado mis pulmones y me había aturdido por unos segundos, pero mi cuerpo reaccionó adecuadamente, poniéndose de pie y preparándose para seguir peleando. Mi padre ya se acercaba con una sonrisa en el rostro, contento porque el combate no hubiera terminado con el primer golpe. Lanzó una estocada a mi hombro, la cual esquivé con soltura. Contesté con un tajo a su pierna, que él desvió con un movimiento de su propio escudo, el cual se elevó repentinamente buscando impactar en mi rostro. Alejé mi cabeza de su trayectoria y me aparté de él para recuperar el aliento. Los guerreros no dejaban de corear el nombre de mi padre, lanzando exclamaciones como: «¡Acaba con él!», «¡Aplástalo!», «¡Termina el trabajo!». Todos parecían estar en mi contra; todos gritaban excepto Siggurd, quien me observaba impasible, serio, como si todo estuviera calculado.

Detrás de Siggurd apareció una chica que no debería haber estado ahí, con una piel blanca como la nieve y un cabello negro como el cielo nocturno. Medía un poco menos que yo, pero su presencia apagó todo el mundo a su alrededor, ralentizándolo todo y llevándome a una dimensión donde no había lucha, no había dolor ni me sentía sofocado; solo me sentía… extrañado. Unos ojos cafés me miraron a la distancia, totalmente inquisitivos y obteniendo información a cada segundo que pasaba. Había oído hablar de esas personas, oráculos sabihondos que compartían la información de los dioses con los mortales, pero nunca pensé que vería a una en persona.

Una pequeña mano señaló un punto detrás de mí, con un pequeño gesto que torció sus delicados rasgos y generó una mueca que causó una tremenda tristeza en mi corazón. Un rostro tan bello no debería tener muecas, pero a pesar de mis pensamientos, decidí voltear en la dirección que señalaba. Fue en ese momento cuando todo pasó muy rápido.

Un golpe demoledor impactó directamente en mi barbilla, un tremendo puñetazo ascendente que lanzó mi cuerpo por los aires, cayendo a un par de metros de distancia, cerca del borde del círculo de fuego. Las llamas lamieron mi carne donde se encontraba mi brazo derecho, causando una cicatriz superficial que me marcaría el resto de mis días.

Una luz se encendió y aparecí fuera del muro Sul; ya no había nieve y los animales pululaban por el entorno, pero siempre se mantenían alejados del muro. Había un aura inmensa de color rojo saliendo de aquella estructura; aquel humo rojo se fue acercando a mí gradualmente, empujándome lejos del muro. No importaba con cuánta fuerza intentara acercarme, aquella cosa simplemente era como un huracán, un monstruo informe que me decía: «Aléjate de aquí, mortal». Mi lucha era inútil; por supuesto que aquello era un sueño, no hacía falta ser muy espabilado para darse cuenta. Pero a pesar de ser capaz de ver el aura del muro Sul, me di cuenta de que mi propio cuerpo carecía de algo como aquello, una voluntad inquebrantable que cumpliera mis designios. Mi entrenamiento con Siggurd había fortalecido mi cuerpo, pero mi alma aún era débil.

La tierra comenzó a temblar, causando que mis rodillas tocaran el suelo. Un estruendo comenzó a sonar y unas palabras que no parecían salir de ningún lado resonaron en mi mente como un trueno: «No eres un desafío, mortal, no vuelvas a acercarte a mí».

El aura roja creció exponencialmente y me golpeó como un mazo de hierro inmenso. Salí despedido por el aire hasta colisionar con una roca lejana. Había sido vencido dos veces en un mismo día, solo que esta vez fue una roca la que me dio una paliza. Todo volvió a quedar en total oscuridad.

Cuando volví a abrir los ojos, me encontraba en una cama de paja; la cabeza me dolía demasiado, signo de mi derrota en el mundo terrenal. Me habían vendado la mandíbula, que probablemente se había roto por el descomunal golpe de mi padre, quien no se veía por ningún lado. Al intentar alzarme, un relámpago de dolor recorrió todo mi cuerpo. Cada músculo se quejaba, totalmente entumecido a causa de haber yacido en total quietud durante un tiempo desconocido.

—Has dormido dos días seguidos; yo pensaba que habías quedado imbécil por el golpe que te dio tu padre —dijo una voz desde un punto donde no alcanzaba mi vista.

Yo no era un chico muy popular; apenas cruzaba palabras con algunos de los otros menores del clan, mucho menos hablaba con chicas, quienes normalmente prestaban más atención a los guerreros más consumados. Sin embargo, unos ojos cafés avellana se acercaron poco a poco a mi rostro. A decir verdad, era una chica preciosa. Había escuchado sobre ella cuando realizaba viajes con mi padre para dialogar con otros líderes del clan. Ella era la hija del jefe Tharras, una muchacha lista, con una mente muy superior a la de muchos adultos. Algunos incluso la consideraban una sacerdotisa, ya que parecía saber cosas que no deberían rondar la mente de los mortales.

—He visto el combate; ibas bastante bien, pero te has desconcentrado y un golpe titánico te ha mandado a volar. ¿Qué fue lo que te distrajo? Tu padre es algo monstruoso y, aun así, algo logró sacarlo de tu mente —dijo la chica, con un rostro serio y mostrando una ligera preocupación y curiosidad.

Yo seguía algo aturdido por el enorme dolor que sentía; mi padre era un monstruo, capaz de matar a la gente con sus manos desnudas. Me atrevo a decir que incluso se contuvo con ese golpe, lanzándolo simplemente para dejarme fuera de combate. Un mensaje estaba claro: si quisiera, podría haberte matado.

Poco a poco, imbuyendo mi cuerpo con la fuerza de voluntad, me fui incorporando como pude, lanzando maldiciones cada vez que hacía un movimiento equivocado. La chica pareció divertirse con esto y me dio una palmada en la espalda mientras reía. Una hermosa sonrisa afloró en su rostro, haciendo que olvidara todo el dolor y la pena que embargaba mi alma a causa del fracaso.

El haber fallado en mi prueba era tema de conversación entre las personas del clan. Perder el combate no significaba que no pudieras luchar, pero el jefe del clan se reservaba el derecho de asignarte la misión que le pareciera adecuada cuando quisiera.

Tomé una tabla de madera que estaba junto a mi cama y escribí un mensaje, pidiéndole a la chica un poco de agua. Ella leyó el mensaje y me acercó un viejo cuenco de madera que ya contenía dicho líquido. Tuvimos que aflojar entre los dos el vendaje que cubría mi quijada rota, causándome mucho dolor en el proceso y alegría a ella. Era increíble que un rostro tan dulce como el suyo fuese tan malvado por dentro, según las impresiones que me daba, por supuesto.

Miré por la ventana, admirando los pequeños copos de nieve que comenzaban a descender. El invierno apenas mostraba su rostro, solo un poco, pero los viejos decían que sería un invierno muy duro. Yo no era consciente de la tormenta que se avecinaba.

—Menuda tormenta se avecina, ¿estás listo? —preguntó la muchacha.

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