Capítulo V
El alma de todas las cosas
Desperté completamente adolorido por permanecer mucho tiempo en la misma posición. Mis ojos estaban completamente vendados, de una forma en la que era realmente difícil deshacer el nudo. Comencé a tantear el terreno con las manos; podía sentir la tierra entre los dedos y algún que otro insecto que intentaba escapar de mi agarre. Seguía estando en el bosque, pero no sabía dónde ni qué me rodeaba.
Al estar en total oscuridad, mi percepción del entorno había cambiado por completo; cada sonido explotaba a mi alrededor y generaba pequeños chispazos en mi mente. Cada insecto y cada rama se reflejaban en mi mente; no estaba totalmente ciego, solo veía de una forma que nunca había concebido, así lo hacía Katsumoto.
Recordé las palabras de mi maestro, instándome a no quitarme las vendas que me imposibilitaban la visión. Esto me causó una incertidumbre tremenda; aun con la percepción del sonido, me movía de forma torpe y no era capaz de lidiar con todas las cosas que me rodeaban. Tropecé varias veces antes de poder encontrar la forma adecuada de moverme.
—Tu maestro ya me ha contado todo lo que necesitaba saber de ti, pero quiero saber, ¿qué es lo que tú sabes de ti, Ragnar-san? ¿Acaso sabes quién eres?
La potente voz inconfundible de Katsumoto me sacó de mis pensamientos; casi salté del susto. Podía percibir que el hombre se encontraba en algún punto frente a mí, pero una mano se colocó sobre mi hombro, asustándome aún más.
—Habla, Ragnar-san, háblame sobre ti, ¿quién eres?
Comencé a hablar, apenas había mencionando el momento en que nací y quiénes eran mis padres, cuando un bastonazo me golpeó en la rodilla derecha, haciéndome caer del dolor.
—No te pregunté quién eras cuando naciste, ni quién eras hace un año; te estoy preguntando quién eres justo ahora —sentenció el hombre, con un tono de voz que no dejaba lugar a equivocaciones.
Comencé a levantarme sujetándome la rodilla adolorida, respiré hondo intentando controlar el enojo y el dolor, y finalmente respondí:
—Soy un hombre que no puede ver.
El viejo samurái se rió y dijo:
—Muy superficial, pero muy acertado diría yo.
Fruncí el ceño, era complicado responder a una pregunta como esa.
—El mundo te exige esta respuesta a cada paso que das. Cuando resuelves un problema, la forma en que actúas te muestra quién eres. Cuando la tormenta ruge y lo único que te mantiene en pie es tu fuerza de voluntad, puedes saber quién eres. En este momento, solo eres un muchacho asustado que pensaba que era lo suficientemente fuerte para enfrentar a su padre, quien es un monstruo enorme con mucha experiencia en combate. Eres muy ingenuo y una persona con un ego muy injustificado para tu edad, quiero que lo entiendas, Ragnar-san.
El enojo comenzó a brotar en mi corazón; había enfrentado la prueba de combate porque Siggurd me había orientado a ello. Sentía que nada de eso era mi culpa y eso me hacía sentir furioso.
—Si en este momento pretendes decirme que nada de eso fue culpa tuya, te equivocas. Siggurd -dono te mostró un camino, pero podrías haberte negado, podrías haber reflexionado un poco antes de lanzarte como loco a una muerte segura. Pero no usas el cerebro, piensas con el corazón, no usas una de las herramientas más importantes del ser humano. La mente puede ser un arma magistral o puede ser la causa de tu propia ruina, quiero que lo entiendas, Ragnar-san —lanzó el hombre desde las tinieblas.
—En este momento voy a arrojarte una piedra. Cuando grite “ahora”, tendrás que atraparla, ¿entiendes? —preguntó Katsumoto.
Respondí afirmativamente y me preparé. Pude escuchar el roce de las piedras en el suelo y también escuché cuando el samurái gritó, pero nada llegó ni a mis manos ni a mi cuerpo en general; la piedra nunca me alcanzó. Sintiéndome perplejo, le pregunté a mi nuevo maestro por la piedra, pero no recibí respuesta alguna.
Justo cuando mi cuerpo comenzaba a relajarse, un impacto me dio en el pecho, causándome una punzada de dolor que me hizo inclinarme.
—¡Qué clase de idiotez es esta! —pregunté, sumamente furioso.
—Quiero que uses el cerebro por primera vez en tu vida, Ragnar-san, y te respondas a ti mismo —sentenció el samurái.
Contuve como pude el enojo y me puse a pensar con rapidez hasta que di con el pensamiento correcto: él lanzará la piedra, pero su intención no es que la atrape ni que la esquive cuando da la señal.
Volví a reunir aire para serenarme y le dije a mi maestro que estaba listo para el siguiente intento. Si hubiera podido ver el rostro de mi maestro, habría visto una sonrisa malévola en su semblante.
El ritual se repitió; escuché el sonido de las piedras en el suelo, mi maestro gritó, pero la piedra no llegó. Todos los sonidos provenían frente a mí, pero el nuevo golpe que llegó me impactó en la espalda superior, causando que trastabillase y cayera al suelo.
—Ragnar-san, los sentidos mortales pueden engañarte muy fácilmente. La vista puede engañarte, el oído puede engañarte, incluso el tacto puede engañarte. ¿Qué es lo que sacas de estas palabras? —preguntó el viejo maestro.
El dolor comenzaba a infiltrarse en mi mente como una inundación; cada pensamiento que intentaba forjar para llegar a la respuesta se desvanecía, pero la respiración me ayudó a controlarme. El sonido era la respuesta, pero no era el único factor; cuando el sonido viaja, siento una ligera vibración en los pies y la piel, cuando arroja la piedra, puedo escuchar el murmullo de sus dedos al soltarla. El truco residía en mezclar toda esa información en una sola cosa.
Me levanté con ímpetu del suelo, escupí a un lado y grité: ¡Estoy listo!
Cada sonido fue intensificándose; cada corriente de aire y cada vibración llegaron a mí, causando que formas se dibujaran en mi mente oscurecida. Escuché el grito de mi maestro, pero no me dejé llevar por él; cada pista que el mundo me daba forjó un solo momento en mi mente. Cuando la señal se detonó en mi cerebro, me moví a mi lado izquierdo, momento en que un proyectil impactó algo que estaba junto a mí. Si esa cosa me hubiera dado, probablemente me habría roto una costilla, pero no fue el caso.
Los días pasaron con el mismo entrenamiento, luego los meses. Me enfrentaba a este entrenamiento durante horas, durante las cuales permanecía vendado de los ojos, aunque los maestros ya no me habían drogado para comenzar la prueba como aquella primera vez. El resto de las horas las pasaba siguiendo la meditación de Katsumoto, que pretendía templar mi mente y convertirla en algo más flexible, menos propensa a exaltarse o frustrarse.
Pasaron meses antes de que consiguiera “ver” a través del alma de todas las cosas. Así lo denominaba el viejo Katsumoto; era su truquito con el cual podía percibirlo todo.
—Los dioses decidieron quitarme la visión, pero me dieron un regalo mucho mejor. El alma de las cosas es la unión de todos los sentidos y una versión mejorada de la forma en que estos sentidos envían estímulos a tu cerebro. Cuando tú ves algo, solo percibes de manera visual; cuando lo escuchas, solo percibes el sonido; cuando lo tocas, puedes sentir su tamaño, forma y textura. Pero ¿qué pasa cuando todos estos estímulos se fusionan y llegan en torrente a tu cerebro? Cuando aprendes a interpretar todos los estímulos al mismo tiempo y generas una nueva forma de información con la cual pensar, esa es el alma de todas las cosas.
Bajo estas enseñanzas, proseguí mis entrenamientos. Todas aquellas emociones infantiles que antes sentía comenzaron a apagarse; toda la inseguridad y enojo que antes se manifestaban como voces en mi mente no tardaron en convertirse en un pequeño murmullo que el viento se llevaba. Un vacío comenzó a apropiarse de todo mi subconsciente, causando que los pensamientos innecesarios se contuvieran y pudiera fluir en las peleas con Katsumoto. Su edad y su ceguera no eran un problema para él; utilizaba un arma bastante peculiar con una hoja curva hecha de madera. Nunca había visto nada como eso, pero supuse que era un arma de entrenamiento proveniente de su tierra.
Entrenábamos todo el día y toda la noche, con algunos descansos para comer y estudiar. Había ocasiones en las que el alba anunciaba el final de nuestro entrenamiento, con unos gentiles rayos de sol naciente que nos instaban a descansar.
Pasaron cinco años hasta que estuve preparado para volver a mi pueblo. Siggurd había realizado viajes constantemente para mantener informados a mis padres sobre el progreso que tenía. Me había convertido en un guerrero irreconocible; ya no había rastro de aquel muchacho ingenuo y débil de voluntad. Me había convertido en el acero más refinado, la espada más afilada; no había cosa que pudiera detenerme.
Mis músculos habían crecido aún más, convirtiéndome en un hombre bastante grande, parecido a mi padre, pero seguía siendo menos poderoso que él. Mi cabello había crecido hasta los hombros, dotándome de una apariencia muy similar a la de los guerreros vikingos.
Pero el cambio más grande seguía siendo mi mente; había obtenido una mente afilada como el acero de la tierra de donde Katsumoto provenía, templada en interminables pruebas y constantes acertijos propuestos por mi viejo maestro. Definitivamente, la segunda prueba en mi camino para destruir el muro Sul había sido superada.
Aún faltaba un último entrenamiento antes de que estuviese listo para enfrentar el muro Sul. El alma debía fortalecerse, ya que no solo se trataba de un simple elemento mágico; el alma es la manifestación etérea de la voluntad de las personas. Un alma débil conlleva una voluntad débil, y para desafiar la voluntad de los dioses, debía empuñar el alma mortal más poderosa de todas.
—Bien, niño, has avanzado mucho, pero es momento de que conozcas a mi hija. Su nombre es Hedda; vive al norte de nuestro pueblo, en una cabaña oscura. Deberías ser capaz de encontrarla si sigues la luna por la noche por el sendero que te mostraré.
—Esta vez no voy a acompañarte; mi hija no me tiene simpatía, pero cuando le menciones el muro Sul y tu misión, probablemente va a ayudarte. Ella será tu última maestra; si sobrevives a su entrenamiento, estarás listo.
El yo del pasado probablemente se habría incomodado con la idea de morir, pero no hoy. Entendía perfectamente los riesgos que enfrentaba; me jugaba el todo por el todo. Tomé mis cosas y me embarqué en mi nuevo viaje.
***
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