Capítulo VI
El monstruo
El bosque estaba lleno de sonidos; mi campo de percepción había incrementado enormemente bajo el entrenamiento de Katsumoto. Era consciente de cada ave, cada animal y cada árbol que me rodeaban; todo el mundo me transmitía información que se convertía en poder. Pero lo que se avecinaba era algo nuevo, algo nunca antes visto ni siquiera por mí.
Después de lo que me pareció una eternidad, encontré la cabaña que Siggurd me había mencionado, aunque igual que aquella vez con Katsumoto, mi nueva maestra no se encontraba en ella. Ya había sido advertido de esto, así que me dirigí a las aguas termales que se encontraban cerca. Según mi maestro, Hedda acudía recurrentemente a este lugar para entrenar.
El vapor de agua escapaba fuertemente por la entrada de la cueva, la cual tenía una bajada considerable hacia la oscuridad, apenas iluminada por algunas antorchas colocadas a lo largo del descenso. El calor era insoportable; podía sentir cómo incluso mi sudor comenzaba a evaporarse a causa del tremendo calor que hacía ahí abajo. Más al fondo de la cueva, no podía ni imaginarme a nadie entrando a ese lugar por gusto.
Cuando llegué a un área grande e iluminada tenuemente, una figura esbelta y musculosa comenzó a salir del estanque que se encontraba frente a mí. Era una mujer de unos treinta y tantos años, completamente desnuda. El fuego iluminaba lo suficiente la estancia para mostrar un cuerpo lleno de cicatrices; probablemente aquella mujer había participado en cientos de batallas. Sus grandes pechos brillaban a causa del agua que caía sobre su piel; su cabello rojo se veía casi mágico ante esa luz tan mortecina. Pero su rostro, su rostro causó terror en mi templada mente de acero.
Los ojos de la mujer refulgían de rabia, una rabia tan inmensa que incluso podía sentir cómo desgarraban mi piel y me hacían temblar. Pero a pesar de esto, la mujer sonreía de la manera más casual que podría haberse imaginado cualquiera, como si no le molestase aquella situación.
Un aura roja emanaba de aquella mujer; el entrenamiento de Siggurd y de Katsumoto había potenciado la percepción del alma que yo tenía. Gracias a esto, podía percibir claramente la voluntad de las personas y de aquellas cosas como el muro Sul, las cuales tenían la voluntad de sus creadores.
Hedda era un auténtico monstruo; podía sentir cómo el aura de aquella mujer era aún más caliente que el agua hirviendo de aquel lugar. Me hacía sentirme pequeño e insignificante.
El miedo y el rubor corrieron por mi rostro; no había visto a una mujer bajo estas circunstancias nunca antes. El entrenamiento había ocupado cada minuto de mis días y nunca me había detenido a pensar en las mujeres de la forma en que solo los jóvenes sabemos hacerlo.
La mujer se movió rápida como un relámpago; su desnudez no era un impedimento para ella, sino una ventaja que me dejó aletargado lo suficiente para que ella me taclease y colocase una daga en mi cuello, dejándome completamente a su merced.
—Vaya, vaya, ha llegado un pichoncito a mi cueva. ¿Qué te trae por estas tierras? —preguntó la mujer, sin mostrar ninguna incomodidad por el hecho de que sus pechos se encontraban básicamente en mi cara.
Mi rostro estaba al rojo vivo, pero me las apañé para responder. Le hablé sobre el maestro Siggurd y sobre la misión que me traía aquí.
—Me tenías cautivada hasta que mencionaste a mi padre. Por norma general, te mataría por interrumpir mi baño, pero eres muy bonito para dañar tu carita. Dime un motivo real por el que debería ayudarte.
Me detuve a pensar rápidamente en una respuesta, no parecía que tuviera dos oportunidades para responder.
—Mi camino es el de los reyes; planeo desafiar al muro Sul y pienso vencer, pero según mis maestros, necesito tu ayuda para fortalecer mi espíritu. Mis maestros han sido sabios y me han dicho que no hay mejor persona que tú para esto.
La mujer comenzó a vestirse con un traje de viaje confeccionado de piel curtida. Envainó sus dos dagas en las fundas de su espalda y la empuñadura de su espada quedó por encima de su hombro. Ella tenía toda la pinta de una cazadora, pero yo dudaba que su experiencia se limitara al bosque, ya que unos minutos antes percibí heridas causadas por espadas y flechas.
—Mi padre me entrenó para enfrentar ese maldito muro, pero fui incapaz de superarlo. Esto lo decepcionó tanto que terminó por abandonarnos a mi hermano, a mi madre y a mí. Madre terminó muriendo a causa de la tristeza. Espero que puedas entender por qué no deseo ayudarlo.
Yo no conocía esta versión de Siggurd; sabía que había sido un gran guerrero en el pasado, pero una sombra de misticismo siempre ocultaba los detalles de su historia. Tampoco me había contado que tuviera un hijo y una hija. ¿Qué habrá sido del muchacho? Solo los dioses lo saben.
—Te lo pido, Hedda, yo rechazo el destino que los dioses me imponen, pero es una lucha que no puedo librar solo. Necesito toda la ayuda que seas capaz de proporcionarme —le dije, poniendo una rodilla en el suelo en señal de súplica.
La mujer me observó con ojos pensativos; parecía realmente dudar de mí y de mis capacidades para enfrentar el muro, pero al final, decidió aceptar mi súplica.
—Bien, pichoncito, prepárate para hacer que tu alma arda como los fuegos de Muspelheim.
Nota del autor: Muspelheim es el reino de los gigantes de fuego en la mitología nórdica.
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