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Capítulo VIII. Un hombre, un destino

Capítulo VIII

Un hombre, un destino

La lluvia comenzó a caer de manera torrencial, apagando las llamas que nos rodeaban a ambos. Ya no se trataba de una lucha impulsada por un capricho juvenil ni de una prueba de dignidad; éramos un padre y un hijo que estaban a punto de matarse, y eso viciaba el ambiente de una manera sobrecogedora.

Mi madre se encontraba aferrada al brazo del tío Magnus. Brunilda era una mujer fuerte; ya había enterrado a dos hermanos junto a sus padres, y aun así se las había apañado para mantenerse firme y radiante toda su vida. Pero ese día, esa mujer parecía haber desaparecido; solo quedaba un rostro demacrado y melancólico, afligida ante el hecho de que ese día perdería a su hijo o a su esposo, o incluso a ambos. Eso me entristecía, así que tuve que alejarme de esos pensamientos.

Desvié la mirada lejos de mi madre y me centré en mi padre. Ulfrick parecía estar sufriendo a su manera. Si yo hubiera sido capaz de ver a través de la mente de mi padre, habría visto a un hombre que lamentaba no haber hecho mejor las cosas. Ulfrick aún podía percibir mis pequeñas manitas aferrándose a su capa cada vez que el cielo se llenaba de relámpagos cuando yo era un niño. Se sentía orgulloso de mí. Me había convertido en un guerrero magnífico; no hacía falta chocar hierros conmigo para darse cuenta de ello. Había muchas cosas que Ulfrick habría querido decir, cosas que nunca serían expresadas porque en ese momento su espada y su escudo se alzaron automáticamente, preparándose para un combate que no terminaría bien para uno de nosotros.

Tomé un puñado de tierra y lo froté entre mis manos, pero a causa de la lluvia el lodo comenzó a escurrir entre mis dedos. El propósito de aquel combate no conllevaba la carga usual de una pelea; no había un enemigo frente a mí. Mi corazón me lo decía a gritos, pero mi mente acalló esas quejas y empuñé la katana que Katsumoto me había obsequiado. Todas las personas que observaban el evento se quedaron perplejas ante el arma que yo poseía; no tenía una forma conocida para ellos, parecía más elegante, más grácil.

—¿De dónde sacaste una maldita katana, Ragni? —preguntó Ulfrick, quien ya se había topado con guerreros con armas semejantes en otras tierras.

—Es solo otro fruto de mi camino, padre. No te centres en ello.

Cerré los ojos; ya tenía contemplado mi movimiento de apertura, un movimiento definitivo que me había enseñado Katsumoto y que había pulido gracias a las enseñanzas de Hedda. Nadie en esta tierra había visto jamás algo así y probablemente sería la única vez que lo presenciaran.

Sonó el tambor de guerra dando inicio al combate. Yo permanecía con los ojos cerrados; esto terminó por irritar a mi padre, quien sentía que su hijo lo subestimaba solo por haber crecido un poco. Comenzó a avanzar haciendo chocar su espada contra su escudo; el sonido metálico comenzó a enardecer a la multitud, quienes corearon el nombre de su líder a través del ruido de la lluvia.

Había concentrado un aura de voluntad sumamente densa a mi alrededor, formando la figura de una burbuja que me rodeaba por completo, alcanzando una distancia de tres metros en todas las direcciones. Katsumoto lo percibió y se preguntó cómo un normando había aprendido los conceptos del Seikuken, pues él no me había enseñado eso. Se trata de un área de acción que rodea a la persona, donde puede percibir cualquier cosa que entre en ese campo. Permaneciendo completamente invidente, alcé la katana y la mantuve frente a mi cuerpo, en una posición de combate estándar de estilo oriental; aquella postura me permitía un movimiento rápido de cualquier tipo. Esto era parte del plan de combate que había previsto.

Ulfrick entró finalmente en el Seikuken que forjé; en ese momento el tiempo se detuvo, los tres maestros sabían lo que iba a pasar. Abrí los ojos y, con una velocidad inhumana, di un paso adelante e hice descender la katana, efectuando un ataque hacia abajo que nadie normal podría haber visto. La espada cortó a través de piel, hueso y carne, partiendo la cabeza de mi padre en dos. No hubo ninguna forma en que este pudiera haber defendido su vida de aquel ataque definitivo; los tres maestros lo sabían. Si hubiera podido ver sus rostros, habría visto una lágrima brotar de los bellos ojos de Hedda; Siggurd negaba con la cabeza, mostrando una terrible decepción; solo Katsumoto se había puesto furioso por mis propias acciones.

La muchedumbre se quedó en silencio; nadie escuchaba la lluvia estrellándose contra el suelo, nadie podía percibir los graznidos de los cuervos que provenían de un lugar lejano. Yo mismo solo podía escuchar los latidos de mi corazón retumbando con fuerza en mis oídos, pero un ruido me sacó de mis pensamientos; lo único audible era el llanto de una mujer que perdió aquello que no debería perderse. Sus lágrimas se mezclaron con la lluvia mientras se acercaba poco a poco al cuerpo inerte de mi padre, quien había muerto de manera brutal a manos de un hijo que no había ni siquiera pestañeado mientras lo asesinaba. Eso no había sido un combate, solo había sido una muerte sin sentido, una muerte que había causado yo.

—No sé qué te hicieron tus maestros, no sé qué peligros enfrentaste ni qué oponentes tuviste en contra, pero yo no crié a un maldito asesino de sangre fría. Tú no eres mi hijo, eres solo un monstruo que tomó su rostro prestado —exclamó Brunilda mientras acunaba el cuerpo de Ulfrick en su regazo.

Parpadeé por primera vez desde que el combate comenzó; no era consciente de lo que había hecho, a pesar de haberlo planeado todo. No era lo mismo que me había imaginado. Mientras intentaba entender qué era lo que estaba viendo, con mis ojos fijos en el cadáver de mi padre, un puñetazo salido de la nada impactó contra mi mandíbula y me llevó al suelo. Katsumoto se puso a horcajadas sobre mí y comenzó a golpearme una y otra vez en el rostro, completamente enfurecido y gritando.

—¡No te entrené para que te convirtieras en un asesino! ¡No debías terminar el combate de este modo! —gritaba Katsumoto mientras me golpeaba inmisericordemente.

Cada puñetazo era como un relámpago en mi visión; todo se ponía en blanco, pero siempre terminaba volviendo a la misma imagen, la cruda imagen de ver a mi padre muerto por mis propias manos. Ningún golpe era castigo suficiente, no sabía en qué estaba pensando cuando lo hice, pero merecía esto, merecía esto y más.

Hedda se tapaba la boca con un gesto de horror mientras intentaba contener las lágrimas; Siggurd fue el único que reaccionó rápidamente y apartó a Katsumoto, quitándomelo de encima. Yo sangraba profusamente por la nariz y la boca, me había dado una paliza brutal, apenas si me mantenía consciente. «Esto es mi culpa», pensó Siggurd, lo decían sus ojos. Él me había puesto en aquel camino, él me había dado un propósito, un camino que seguir, pero el sendero me había llevado a matar a mi propio padre.

Katsumoto se fue alejando poco a poco de la arena, completamente destrozado por el dolor. Lo último que me gritó cuando ya estaba al borde de la inconsciencia fue: «Yo perdí a mi hijo al no poder protegerlo, pero tú mataste a tu propio padre sin miramientos; no eres digno del camino que persigues». Mientras lo veía perdiéndose entre la espesura, la oscuridad fue poblando mi mente hasta que todo quedó en tinieblas.

***

*El siguiente capítulo estará disponible la próxima semana en la sección Novela por entregas

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