Capítulo XI
El largo camino a Francia
Llegué a la casa de Siggurd en compañía de Hedda; la casa estaba vacía. Ambos nos preguntábamos dónde se podría encontrar el viejo, así que decidimos explorar el bosque para encontrarlo. Hedda parecía nerviosa; le había pedido ayuda para intentar aliviar la culpa de su padre. Ella era quien más había sufrido las consecuencias de las acciones de su padre, pero el tiempo se había encargado de convertirla en alguien lo suficientemente fuerte como para poder enfrentar las heridas y ser capaz de dialogar con su padre para intentar arreglar las cosas.
Ambos caminamos en silencio, ninguno de los dos sabía qué decirle a Siggurd, pero confiábamos en que podríamos sanar al viejo, y eso era lo único que importaba. Llegamos al muro Sul, lugar donde podíamos escuchar al viejo golpear el monolito legendario. La fuerza lo había abandonado, las ganas de vivir también, lo que había causado que se lastimara gravemente los puños empuñando los guantes del Einherjar. El hombre se encontraba sollozando; sentía que le había fallado a su familia y a su discípulo, llevándolos por un camino que él mismo no pudo completar.
El abrazo de Hedda tomó al viejo por sorpresa; se giró lentamente mientras las lágrimas surcaban su rostro cansado y lleno de arrugas.
—Detente, padre, detente por favor —le imploraba Hedda, quien también estaba llorando.
—Todo esto es mi culpa, lo único que he hecho es cometer error tras error. Tu madre murió por mi culpa, el padre de Ragnar también. Incluso Bjorn… No soy un maestro, solo soy un idiota que persigue un sueño imposible —balbuceaba Siggurd, completamente roto.
También me uní al abrazo entre padre e hija y lo insté a guardar silencio. El dolor no es algo que se deba cargar solo; no hay pena que no pueda superarse en compañía de un ser querido. Yo lo aprendí después de que Alvitr me sacara de aquel horrible lugar. Ayudamos al viejo hombre a escapar de su propio abismo; le quitamos los guantes, que dejaron al descubierto unos nudillos destrozados, y lo ayudamos a volver a la aldea, dejando el muro Sul a sus espaldas.
Katsumoto había vuelto a su cabaña, según las palabras de los guardias. Tenía que ir personalmente a disculparme con él, así que dejé todos los preparativos en manos de Siggurd y Alvitr. El viejo se había afeitado y había abandonado sus vicios; se le veía bastante saludable ahora que Hedda lo cuidaba. Ella había abandonado aquella personalidad hostil y se había convertido en una persona bastante amable y compasiva.
Dejando todo en sus capaces manos, preparé mi equipamiento y realicé el viaje hacia el sur. Una poderosa tormenta se había desatado, como si algo no quisiera que alcanzara a mi maestro, pero no había fuerza que pudiera detenerme ahora; las tempestades se habían convertido en brisa, el viento no me hacía retroceder, pues mi marcha era implacable.
La cabaña parecía abandonada, pero encontré al viejo Katsumoto observando un pequeño lienzo, en el que estaba plasmada la imagen de un joven. Las lágrimas caían por sus ojos carentes de brillo, vislumbrando algo a la distancia que solo él podía percibir.
—Ya no soy capaz de recordarlo, Ragnar-san; solo me queda este pequeño papel que ni siquiera soy capaz de ver. En esta inmensa oscuridad, los recuerdos se escurren como si de arena se tratase. Tú fuiste una pequeña luz que iluminó mi solitario camino, pero las cosas que hiciste, y la forma horrenda en que lo hiciste, fueron culpa mía.
El semblante del viejo samurái era bastante triste; todo su cuerpo emanaba pena, producto de un lamento lejano que solo él podía ver.
—No pude salvar a mi hijo Isshin, pero te prometo que no te dejaré solo. Estamos juntos en esto ahora, para bien o para mal.
El abrazo de Katsumoto me tomó por sorpresa; una cálida lágrima brotó de mis ojos. No me había dado cuenta de cuándo había comenzado a llorar, pero aquellas lágrimas provenían de mi corazón, quemaban toda aquella tristeza que me había torturado tanto, permitiendo que me recuperara al menos un poco de la tragedia que yo mismo había causado.
Un sentimiento de frialdad recorrió mi espalda cuando sentí que otros brazos más ligeros nos rodeaban. En mi mente resonó la voz de mi padre Ulfrick, la cual desenterró un viejo recuerdo en lo profundo de mi corazón: «Te quiero, hijo. Cuando seas grande, deseo ver aquello en lo que te convertirás». Ambos guerreros, curtidos a través de la sangre y el esfuerzo, se sentaron tranquilamente a llorar en aquella cálida tarde de otoño, sanando cosas que los habían atormentado por años.
Habiendo resuelto las cosas con sus allegados, llegó el momento de reunir a su gente. Los clanes aliados acudieron a mi llamado, intrigados por la información que les hizo llegar Alvitr, que era respetada por todos los clanes conocidos. La idea de invadir Francia fue muy tentadora y, para cuando llegó la primavera, un ejército de al menos 20,000 hombres se había reunido a las afueras de París. Los campos ardían con el fuego de las hogueras y los ejércitos se preparaban para el combate; aquellos campos serían el lugar de descanso de miles de hombres. Ellos no lo sabían, pero algunos bebían su última cerveza, hacían el amor por última vez o abrazaban a seres queridos que no volverían a ver.
Cuando llegó la mañana, el combate comenzó; ambos ejércitos entrechocaron con la ferocidad de las bestias y el rugir de la tormenta. Hombres y caballos eran mutilados a montones, la sangre inundaba los ojos y las moscas comenzaban a poblar aquellas tierras como densas nubes oscuras. Las batallas ocurrían sin cesar, no había tiempo para enterrar a los muertos; ambos bandos no cejaban en su intento de ataque y defensa, lo cual hizo que el combate llegara a un punto muerto.
Los líderes de ambos bandos llegamos a una resolución: si queríamos terminar con aquella masacre, debíamos enfrentarnos uno a uno; un combate singular podría terminar pronto con la batalla, desmoralizando al bando perdedor. El rey de los francos, Eudes, había mandado a un emisario que contenía un mensaje para mí. Leí personalmente la carta, sin necesidad de intérprete, ya que durante mi entrenamiento había aprendido francés. De inmediato supe lo que tenía que hacer.
Cuando llegó el mediodía y el sol se alzaba por encima de todos nosotros, ambos ejércitos abrieron paso a sus líderes. Eudes llegó con una pesada armadura bañada en oro; aquel hombre parecía no percibir su aura, pero ostentaba un poder inmenso sobre los hombres que lo rodeaban. Aquel tipo había nacido en una cuna llena de oro, había tenido a los mejores maestros y siempre había vivido bien; era tan monstruoso como podía serlo, pero yo me había criado en el hierro y el fuego, había templado la mente en los bosques y mi alma había ardido en los fuegos de Muspelheim. No podía perder contra alguien como él.
El hombre bajó de su caballo y me miró con una mirada de desdén. Yo iba vestido con un atuendo similar al que mi padre portaba durante sus invasiones, solo que mi capa de lobo bajaba por la espalda e iba armado con la katana que Katsumoto me había regalado tiempo atrás. Ahora sabía, gracias a nuestra conversación, que aquella arma pertenecía a su hijo; era una espada magnífica, hecha del mejor metal, en la empuñadura había un dragón grabado, un símbolo de poder.
Eudes desenvainó un espadón bastardo de hierro; parecía ser bastante pesado, pero él lo movía con soltura. Su armadura sí le restringía bastante el movimiento, pero aquel montón de metal lo protegería bien contra un arma como la mía, que no estaba diseñada para penetrar en el sólido metal.
Ambos reyes nos pusimos en posición de combate, un cuerno sonó y el combate comenzó.
Eudes avanzó sin miramientos y lanzó un golpe diagonal descendente con su pesada arma; el ataque falló por poco, aunque causó un pequeño corte en mi brazo cuando lo esquivé. Comencé a girar en círculos en torno a él, la velocidad que mi atuendo ligero me confería me daba una ventaja táctica, ya que aquel hombre tardaba bastante tiempo en girar por el enorme peso que soportaba. Lancé varios tajos, pero su armadura lo protegía de todos mis ataques; aquellos golpes rebotaban con un gran estruendo, no conseguía conectar ningún daño.
El hombre lanzó un ataque de barrido amplio girando sobre su propio eje; bloqueé el ataque, pero salí despedido, cayendo a unos pocos metros atrás. El impacto me causó ligeros arañazos, pero me paré rápidamente, listo para seguir el combate.
Ambos bailábamos aprovechando nuestras respectivas ventajas; ninguno de los dos cedía ante la voluntad del otro. Los guerreros de ambos bandos gritaban al unísono; parecía que se habían olvidado de la guerra encarnizada que habían librado apenas unas horas atrás y ahora disfrutaban de un buen combate a muerte entre dos hombres. Tajo a tajo, desvío y contraataque, la batalla avanzaba de una manera increíble; a pesar de ser enemigos, creo que puedo afirmar por ambos que nunca nos habíamos sentido más satisfechos. Una pelea de igual a igual llena el corazón de los hombres.
Eudes lanzó un potente golpe ascendente después de haber dado un giro completo, pero perdió el equilibrio debido al terreno lodoso que se había formado a causa de la lluvia. Pude ver con claridad la muerte de mi enemigo, un pequeño vistazo al futuro concedido por los conocimientos de Katsumoto. Aprovechando ese pequeño descuido por parte de mi enemigo, me colé rápidamente en su guardia y conecté un corte ascendente en la zona de la axila, lugar que había quedado desprotegido por su torpe movimiento y que la armadura no cubría. La sangre comenzó a manar por la herida de Eudes, quien gritó de frustración ante tamaña equivocación. El hombre utilizó su brazo sano para quitarse el casco, momento en que me mostró unos rasgos furiosos; nunca nadie se había atrevido a lastimarlo, tampoco habían tenido la habilidad necesaria para conseguirlo. Su aura, roja por la ira, comenzó a crecer; la pérdida de sangre no lo había debilitado, el hombre ahora luchaba por su vida. Utilizando el brazo bueno, comenzó una serie de ataques bestiales empuñando la espada con una sola mano; aquellos golpes imbuidos en rabia eran bastante difíciles de desviar, aún más difíciles de esquivar, e imposibles de bloquear.
Uno de esos potentes golpes consiguió dañar mi arma, que no toleró el enorme peso del espadón de Eudes y terminó por partirse a la mitad. Aquella preciosa katana había sido destruida por mi enemigo, un enemigo lleno de rabia, dolor y miedo. Comencé a esquivar todos sus ataques, pero mi adversario era implacable; cada vez atacaba más rápido. Pequeños cortes comenzaron a aparecer en mi cuerpo con cada pequeño descuido; por sí solos no eran problema, pero eran tantos que comenzaban a afectarme.
—¡Ragnar! —gritó Siggurd mientras me arrojaba la espada y escudo con símbolo de cuervo. Aquellas armas me permitieron bloquear en el último segundo un poderoso ataque dirigido a cortar mi cabeza en dos. El enojo afloró aún más en el rostro de Eudes, quien comenzó otra andanada de golpes, cada uno bloqueado o desviado por el robusto equipamiento de Siggurd. Pudiendo atacar y desviar al mismo tiempo, tomé la ofensiva y bombardee a mi enemigo con una lluvia de golpes que ni siquiera él pudo contener. Un potente golpe de escudo impactó en el rostro desprovisto de defensa de Eudes, quien comenzó a sangrar profusamente y puso una rodilla en el suelo. No me lo pensé ni un segundo: con un solo movimiento, decapité a Eudes. En verdad había sido un enemigo formidable, me había llevado hasta el límite, por eso lo recuerdo con respeto incluso ahora.
Los normandos comenzaron a corear mi nombre; aprovechando el desconcierto de los enemigos, mis hordas se lanzaron al combate, cayendo en picada sobre los aturdidos enemigos. No hubo ninguna defensa organizada; el desmoralizado grupo de hombres sucumbió ante las hachas y escudos de mis dignos guerreros.
El saqueo duró hasta el verano; París había quedado seca y marchita como una planta a la que se le ha sacado toda el agua. Todos los clanes estaban satisfechos con la repartición del botín, así que no tuvimos problemas cuando volvimos a casa.
—Menudo combate has librado, niño —me dijo Siggurd mientras silbaba una alegre tonada.
***
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